ASCENSO Y CAÍDA DEL DJ SUPERESTRELLA

Los super-dj’s, el gran fenómeno de la cultura pop de los noventa, fueron engullidos por la codicia, las drogas y los sonidos prefabricados. Una década después, pinchadiscos y clubes aprenden a sobrevivir sin cachés astronómicos ni coartadas revolucionarias. Ni nada que sea súper.

En noviembre de 1996, la revista británica Mixmag, autoproclamada medio oficial de los superclubes y los dj’s superestrella que dominaban las islas Británicas, Ibiza y los festivales europeos, sacó en portada un puñado de billetes. La cabecera, editada entonces por Dom Phillips, quería denunciar cómo una escena que había arrancado recogiendo el testigo del acid house había terminado en manos del vil metal y la pandemia del mal gusto. “Nos quejamos de una escena que habíamos ayudado a construir, pero que no reconocíamos por culpa de los cachés de los dj’s, los precios de las entradas, la apropiación de su esencia por parte de marcas comerciales y una masificación terrible”, recuerda Phillips desde São Paulo, donde reside como corresponsal de The Times.

Hace dos meses, el periodista publicó el libro Superstar dj’s (Ebury Press), una crónica sobre el ascenso y caída del dj millonario inglés, de la escena de las superdiscotecas y de las burradas que se hicieron en plena euforia Tony Blair. Es una historia paralela a la del britpop, pero no tan documentada. “Fue complicado hacer que la gente hablara de una época que hoy parece casi obscena. Pero era importante contar la historia de esa buena gente arruinada por la codicia. Al principio pensamos que recogíamos el legado de las raves ilegales y estábamos hartos de tanta guitarra. Esto era libertad, hedonismo… Igual que el punk. Lo que la escena dejó fue una manera de divertirse que jamás se había vivido en el Reino Unido, donde una buena noche es pintas en el pub y pelea. Nos volvimos mediterráneos y aprendimos una forma lúdica de ver la noche”, rememora Phillips sobre un movimiento que hizo millonarios a pinchadiscos como Pete Tong (170.000 libras de la época por bolo), Fatboy Slim (200.000) o Paul Oakenfold (1.000.000 de euros, con entrada propia en el Guinness).

En 1998, un estudio del Gobierno británico descubría que más del 30% de los adolescentes de las islas había consumido drogas ilegales durante el año anterior. Dos años más tarde, el club Cream (Liverpool), acaso la meca de la ruta de superclubes (una suerte de ruta del bakalao inglesa), sólo vendía 30 entradas para su fiesta de fin de milenio. Se precipitaba así un exilio dorado de la escena británica a Ibiza y el colapso de un movimiento que supuestamente había nacido para hacernos libres y terminó disfrazándonos con pelucas de colores y escuchando versiones house de clásicos de los ochenta.

“Durante ese periodo hubo la sensación de que tal vez todo el universo de la electrónica era de esa forma”, apunta Laurent Garnier, el dj francés que este mes edita su disco Tales of a kleptomanic y que es paladín de un discurso algo más profundo con respecto a la electrónica. “Los ingleses poseían las estrellas, el dinero y la prensa. Pero eso tenía que acabar, era insostenible. Yo siempre me he sentido más cercano a la aproximación continental de la cultura de club. Es más artística y musical. Eso sí, de aquella época ha quedado la electrónica como estilo. Ya no es una moda”.

Digerido el batacazo comercial de la pachanga inglesa, ésa que trató de convencer al mundo de que todo era dance y que la cerveza se podía beber caliente, llegó el escarnio mediático. Durante 2003, The Guardian, The Independent y The Times titularon: “¿Ha muerto la electrónica?”. Todas las tesis, más o menos, lo confirmaban. El dj había terminado sucumbiendo a su humana naturaleza. Los medios y los adolescentes parecían más interesados en comprar guitarras que mesas de mezclas. Arrasaba el chill out porque los viejos clubbers preferían la música que escuchaban al volver de la fiesta que la fiesta. Los pantalones de lino sustituían a ositos de peluche y chupetes raveros. La escena de clubes se dividía entre lo abominablemente comercial (disfraces y tonos para el móvil), lo underground (sin repercusión comercial) y la superficialidad irónica de las modas (Nag Nag Nag, el gran club del electroclash en Londres, duró cuatro meses). “Pasamos de tener dj’s en los flyers de todos los clubes, aviones privados y todas las drogas del mundo a ver cómo el mundo ya no se interesaba por nosotros. Creo que el futuro de la escena, el mercado y el talento se hallan hoy en Suramérica. Los ingleses hemos quemado esta movida. Hasta en Londres, los mejores clubes se hacen hoy para 300 personas en un pub y lo llevan españoles, brasileños o italianos”. Ricardo de Azcuénaga, responsable del sello teutón Cocoon en Latinoamérica, coincide en que tal vez el futuro de la fiesta se encuentra allí, donde los dj’s cobran incluso más y son anunciados como estrellas en las calles de Buenos Aires o São Paulo. “Ha habido escena desde los noventa, sobre todo en Argentina. Gente como Ricardo Villalobos o Luciano, suramericanos con sensibilidad europea, son figuras. Por naturaleza y cultura, Suramérica es el gran mercado, mucho más que Asia”.

John Digweed, uno de los grandes super-star dj’s, tiene una visión menos elástica. “Nada ha cambiado. Inglaterra sigue siendo el lugar donde se edita la mejor música”. Y es que el inglés tal vez pertenece a esa estirpe que se niega a rendirse al inexorable paso del tiempo y las modas. Como Fatboy Slim, dj que siempre será recordado por meter más de un millón de personas en la playa de Brighton, jactarse de esnifar cocaína sobre una vía de tren o por la noche ibicenca en que inició su romance con Zoe Ball, presentadora de la BBC, a quien sedujo con la frase: “¿Prefieres irte a dormir o quedarte toda la noche de clubbing conmigo?”. A la mañana siguiente, Ball llegó al estudio en un deplorable estado y propició una de las emisiones más patéticas de la historia televisiva británica.

En España, la experiencia de Eloy Martín, director del Monegros Desert Festival, ejemplifica la evolución de la electrónica masiva no bakaladera: “Como festival, vivimos un crecimiento controlado y progresivo en los noventa. Pero hemos sufrido las distorsiones del mercado español de 2003 hasta ahora”. Las claves para sobrevivir pasan por la apertura estilísitica (en el Sónar, por ejemplo, han actuado bandas tan poco electrónicas como Madness) y, sobre todo, por la racionalidad a la hora de aceptar ciertos cachés. “Hemos intentado mantenernos en niveles razonables y, aunque se han pagado cantidades importantes por artistas de primer nivel, nunca nada fuera de mercado, como sí ha ocurrido en estos últimos años en España”, revela Martín.

En Ibiza —que actúa de correa de transmisión de todo lo que es la fiesta—, las nuevas normativas (prohibición de after hours, que llevó al sonado cierre de Amnesia en 2007, por ejemplo), la masificación del turismo low cost y los intentos del lobby británico por mantener sus prebendas han obligado a nuevos actores a coger las riendas del negocio. De Azcuénaga, promotor en la isla desde hace ocho años, admite que el perfil del visitante tal vez se ha tornado más agresivo, pero atisba una buena temporada. “La marcha de muchos ingleses ha dejado espacio para propuestas más underground y menos masivas. Los holandeses del trance quizá mantengan el caché de 50.000 euros la noche y actúen en lugares enormes, pero lo cierto es que se va hacia una racionalización de los tamaños. El superclub es algo ya casi del pasado”. Como ocurre con casi todos los super-dj’s. Llegaron, como tantos líderes de movimientos supuestamente rompedores con el pasado (del comunismo al punk), para cambiar las cosas, y éstas les cambiaron a ellos. No es negocio para visionarios.

Fuente: El País